Recuerdo perfectamente esa sensación. No era algo que pudiera explicar con palabras, pero la sentía en el cuerpo. Esa mezcla entre incomodidad y vergüenza que aparecía cuando entraba a una sala, cuando alguien me imitaba, cuando escuchaba una risa que sabía que tenía nombre y dirección: la mía. Había algo en mí que parecía molestar, pero no entendía qué era. No sabía qué estaba haciendo mal.
Y es que el bullying homofóbico tiene una herida distinta a cualquier otra. No se trata solo de las burlas o de los insultos, sino de la confusión que dejan. Me decían cosas que en ese momento no tenían sentido, palabras que yo ni siquiera entendía bien, pero que igual dolían. Desde muy pequeño me decían "gay" sin que yo siquiera supiera qué significaba esa palabra. Al crecer y entender su significado, me seguían molestando diciéndome "gay", pero yo realmente no entendía porque en ese momento ni yo sabía con qué me identificaba.
Me hacían sentir avergonzado por algo que ni siquiera sabía que existía en mí. Por una forma de ser, de moverme o de hablar que era natural, pero que para otros era una señal de diferencia.
Cuando eres niño, lo último que quieres es ser diferente. Lo que más deseas es encajar, pasar desapercibido, que nadie te señale. Por eso cuando alguien te hace bullying por algo que no entiendes, el reflejo es esconderte, camuflarte, hacer todo lo posible por parecer “normal”. Y así empieza un entrenamiento silencioso. Sin darte cuenta, aprendes a observarte desde afuera, como si fueras tu propio juez.
Empecé a medir cada gesto, cada palabra. Aprendí a hablar más bajo, a reírme distinto, a caminar de otra forma. A veces me descubría ensayando frente al espejo para asegurarme de no parecer muy delicado, muy alegre, muy expresivo. Era como si tuviera que estudiar cómo ser alguien que no despertara sospechas. Y en ese intento por esconderme, lo que realmente estaba aprendiendo era a desconectarme de mí.
Todo eso empezó mucho antes de que tuviera conciencia de ser gay. Yo no lo sabía. No lo tenía claro. Pero los demás parecían tenerlo clarísimo. Ellos lo veían antes que yo. Como si tuvieran una especie de radar que detectaba mi diferencia y decidieran señalarla, no con curiosidad, sino con desprecio.
Esa es una de las cosas más confusas que puede vivir alguien LGBTIQ+: que el mundo te revele algo de ti antes de que tú mismo estés listo para verlo. Es una especie de salida del clóset forzada, pero sin consentimiento ni comprensión. Te empujan hacia una identidad que aún no entiendes, y lo hacen con burla, con miedo o con violencia. No te dan tiempo para explorarla, ni espacio para sentir orgullo. Lo que podría haber sido una experiencia de autodescubrimiento bonita se convierte en una experiencia de vergüenza.
Y cuando más adelante, con los años, finalmente te das cuenta de quién eres, ya no es una revelación inocente. Es una verdad que llega manchada de las voces del pasado. Por eso muchos de nosotros, incluso cuando ya nos aceptamos, seguimos cargando con esa incomodidad interna. Porque aceptar lo que somos también significa reconocer que las personas que nos hicieron daño... tenían razón.
Durante un tiempo, me daba rabia pensar que quienes se burlaban de mí habían “acertado”. Me costaba aceptar mi orientación porque sentía que hacerlo era darles la razón. Pero detrás de esa rabia había algo más profundo: la vergüenza. Vergüenza de que otros lo supieran antes que yo, de que hubieran visto algo que yo me esforcé tanto por esconder, de darles la razón. Vergüenza de que, de alguna manera, su burla me hubiera definido antes de que yo pudiera hacerlo por mí mismo.
Esa sensación deja marcas. A veces, sin notarlo, seguimos viviendo con la idea de que hay algo de nosotros que debe pasar desapercibido. Evitamos mostrar ciertas partes, suavizamos nuestra voz, cambiamos nuestra energía dependiendo del entorno. Aprendemos a leer el contexto para decidir cuánta autenticidad es segura. Y eso es agotador. Porque aunque ya no haya burlas, el miedo queda incrustado como una memoria corporal.
Yo lo noté cuando empecé a hablar públicamente de temas LGBTIQ+. Me sorprendió darme cuenta de que todavía había una parte de mí que tenía temor de las reacciones de los demás. ¿Qué pensará mi familia si sabe que me dedico a trabajar con personas LGBTIQ+? ¿Qué pensarán los padres de mis amigos del colegio? O peor aún: ¿qué pensarán los que me molestaron si se encuentran con mi cuenta de instagram o mi página web? ¿Se burlarán? ¿Se enviarán mis fotos con mi pareja entre su chat de amigos para reírse?
Y a veces pienso en cuántos de nosotros seguimos cargando con ese reflejo. En cuántos aprendimos a editarnos para no despertar juicios. En cuántos seguimos intentando no dar “demasiada” pluma, no ser “tan sensibles”, no mostrar “tanta emoción”. Y lo más triste es que, en ese intento de protegernos, nos seguimos negando. Nos seguimos escondiendo, pero esta vez sin que nadie nos lo pida.
Sin embargo, con el tiempo también me di cuenta de algo: lo que esas personas vieron no era un defecto. Era mi autenticidad. Era mi luz. Lo que ellos señalaron con burla era justamente lo que me hace único, lo que me permite conectar, lo que hoy me da propósito. Lo que intentaron apagar era lo que más necesitaba brillar.
Y eso fue un cambio profundo. Poder mirar atrás y decir: sí, algunas personas me hicieron bullying, sí, me dolió, pero también aprendí. Aprendí a reconocer que mi forma de ser no era el problema. Que la vergüenza que sentía no era mía, sino el reflejo de una sociedad que no sabe qué hacer con lo que no encaja. Aprendí que ser distinto no era una amenaza, sino una oportunidad de mostrar otras formas de existir. Aprendí que si bien hubo personas que me molestaron, realmente fueron las menos, y que fui/soy muy querido por muchos de mis compañeros del colegio.
Hoy puedo ver a ese niño y sentir ternura en lugar de rabia. Porque entiendo que solo estaba siendo él mismo. Que cada vez que se calló, que disimuló o que fingió, lo hizo para protegerse. Y que esa protección, aunque me mantuvo a salvo por un tiempo, ya no la necesito. Hoy ese niño está a salvo. Hoy ese niño tiene una voz. Y esa voz ya no pide permiso para ser escuchada.
Si tú también viviste algo parecido, si sentiste que tu entorno descubrió tu diferencia antes que tú, quiero que sepas que ese dolor no define quién eres. Lo que define quién eres es lo que haces con él. Puedes seguir escondiéndote, o puedes decidir transformarlo. Convertir esa herida en un espacio de empatía, en una forma de acompañar a otros, en una bandera de orgullo.
Porque a veces la libertad no llega el día que sales del clóset y dices “soy LGBTIQ+”, sino el día en que dejas de sentir vergüenza por haber sido diferente. El día en que dejas de esconder lo que los otros vieron y decides apropiártelo, abrazarlo y mostrarlo con amor ❤️.
Y si estás en ese proceso de reconciliarte con tu historia, de soltar la vergüenza y empezar a vivir con más libertad, quiero contarte que tengo una videoclase gratuita llamada “Los 3 trucos que me ayudaron a sentirme realmente libre y auténtico como una persona LGBTIQ+”, donde te comparto herramientas muy concretas que me ayudaron a dejar de esconderme y empezar a vivir en coherencia con quien soy. Puedes verla gratis por tiempo limitado haciendo click aquí.
Aprovecho de recordarte que PrideMe es un centro de salud mental que fundé hace unos años, donde contamos con un equipo hermoso de profesionales especialistas en personas LGBTIQ+ que pueden ayudarte en este o en cualquier otro tema que estés viviendo. Siempre en un espacio seguro, libre de discriminación y pensado para ti. Puedes agendar conmigo o con quien más resuene contigo en www.prideme.cl :)
Conéctate a nuestra Comunidad y sigue recibiendo contenido de valor!
Únete a mi lista de suscriptores para que puedas recibir avisos de cuando publique nueva información sobre mi blog, contenidos, talleres y cursos!
No te preocupes, tu información está segura conmigo :)
No soporto el SPAM! Así que no te preocupes que no estaré llenándote de mails, solo te enviaré mails que sé que te podrán servir y ayudar :)