Cuento: "Cristóbal" - por Alfonso Boreal

Hola querides!

Les dejo un cuento que Alfonso, uno de mis seguidores, me envió. Creo que refleja con mucha determinación lo que a muchas personas LGBTIQA+ les sucede a la hora de encontrar pareja.

Espero les guste, porque a mí me encantó! Me sentí demasiado identificado y sé (porque me lo han contado) que varixs pacientes míos también han pasado por algo similar.

Aquí va:

Cristóbal

No tenía expectativas de nada a estas alturas. Desinstalé Tinder tres veces en un mes, dado el nocivo e incontrolable atosigamiento en mi cabeza toda vez que lograba concretar citas y concluir que, dada mi ansiedad, inseguridad y deseos de parecer una especie de proyecto de persona exitosa, sólo demostraba qué tan insoportable, autorreferente e inestable emocionalmente puedo llegar a ser. Algunos amigos sabían de esto e intentaban corregirme, señalando que en ocasiones me pongo muy agresivo cuando tomo alcohol y, lo que en mi borrachera festejaba como una acertada rutina de “humor negro”, no eran más que una serie de ataques personales hacia alguien más, en especial hombres demasiado amanerados.

La ansiedad que me provocaba Tinder llegó a un punto en que ocasionalmente cambiaba mis preferencias sexuales en la configuración de perfil, como si conocer mujeres era lo que realmente necesitaba experimentar. Por eso y otros tantos motivos, las personas como yo somos incapaces de definirnos y aceptarnos a sí mismas. Vivimos temerosos nuestra sexualidad bajo la condición de florecer sólo en sitios apartados de la ciudad, espacios seguros como discotheques o bien resignados a aprovechar las cuatro paredes de algún extraño “con lugar” lo que, por algunos minutos, permitirá que liberemos sin miedo nuestros impulsos carnales, para luego salir de allí, idealmente, sin despertar las sospechas o morbosidad de los vecinos aledaños o el conserje, si se trata de un edificio o condominio.

Nuevamente descargué Tinder. Al otro día se reanudaría el segundo semestre en la universidad y bueno, no tenía nada que perder. Probablemente me encontraría con el mismo catálogo de hombres homosexuales de la quinta región costa, posicionados esquemáticamente según su físico, nivel socioeconómico o si aparentan ser heterosexuales en sus quehaceres de la cotidianeidad.

Entre todos los match que hice esa tarde, había uno bastante inusual. Se trataba de Cristóbal, jamás lo había visto en la aplicación. De acuerdo con su descripción y fotografías en el perfil, parecía un joven muy seguro de sí mismo: tez trigueña, delgado, vestimenta muy similar a la mía –– muy Foster, Billabong, H&M –– y, principalmente, lo que más llamó mi atención fue que “no se le nota”. Esto último no está escrito al azar y puede parecer una ridiculez para cualquier persona que lea esto, aludiendo a la masculinidad como el concepto válvula que es hoy por hoy. Y es que cuando eres hombre, gay, nacido y criado en una ciudad tan pequeña y aspiracional como Viña del Mar, además de oscilar sobre un cimiento fangoso de ideas autodestructivas fomentadas por las inseguridades de tus padres y su eterno discurso de “no puedes decepcionarnos”, las posibilidades de coincidir con alguien que viva en la misma zona que tú, sientan atracción físicamente y “no se le note más que a ti”, se reduce a la absurda e incesante búsqueda del gemelo perdido.

–– Hola –– Cristóbal inició la conversación.

–– Hola, qué tal –– respondí.

Dejé el celular sobre la cama, aplastado junto a unos apuntes polvorientos. Oí que mi mamá llamaba desde el otro lado de la casa y me dirigí a atender su tan urgente llamado. Las conversaciones con ella pueden llegar a ser muy nutritivas, hasta que identifico el foco de estas: ella misma. Siempre se queja por algo y su umbral de tolerancia hacia todo lo que no le gusta diría que no existe. Existen ciertas chances en que logro revertir su discurso a uno más terso y nostálgico, dirigido a mi infancia y la de mi hermana Sofía, la música de su juventud y el recuerdo de una vida feliz. Su ideal de familia tradicional se vio abruptamente modificado por las infidelidades de mi papá y la estadía indefinida de Sofía en Australia, tendencia muy popular entre chilenos de unos veintiocho a cuarenta años.

Alberto, mi papá, dejó la casa a un año de contarle a todos que soy gay y rehízo su vida. Actualmente vive con una colombiana de la edad de Sofía en Antofagasta y tienen un hijo de cuatro años. Cada vez que le hablo por Whatsapp, me envía fotos de su hijo, siempre vestido de futbolista, muy contentos y abrazados. Probablemente Tomás, así se llama el niño, reciba toda la atención y elogios que yo no recibí de mi padre a su edad.

–– Qué buena, papá –– simulando no percibir los mensajes subliminales con que me enseña que, ahora sí, será un padre dedicado, orgulloso y excepcional.

–– Hijo, la vida me está dando una nueva oportunidad –– sonríe pixelado el viejo Alberto.

Nuestra relación se redujo a llamadas apresuradas, desganadas e imperativas. Tenemos sin embargo un interés en común y es el pago de la universidad, además de las transferencias a mi cuenta dos veces al año, alusivas a mi cumpleaños y Navidad, respectivamente.

–– Bueno tú sabes lo que haces, no debería ni pagarte la carrera ahora –– sentencia entre risas y gritos emitidos desde el televisor a lo lejos, probablemente con el CDF de fondo.

–– ¿Papá siempre estás viendo fútbol? –– pregunto cada vez que se produce un silencio incómodo en prácticamente todas nuestras videollamadas.

–– No, más rato van a dar El Kike, ahí nos quedamos viéndolo con la negra –– señala.

Parecía ser que tanto mi papá como mi hermana mayor lo estaban pasando bomba, no así mi mamá y yo viviendo juntos en la casa familiar. El momento de conversación diario madre-hijo al parecer no iba a ningún lado y me aproveché de eso para levantarme de la mesa, dando a entender que ya llegó el momento de despedirse.

–– ¿Qué tanto tienes que hacer? ¡Siempre me dejas sola! –– comenzó a protestar.

–– El otro día estaba viendo Chilevisión y salió una abuelita que vivía sola, hacinada… los hijos la dejaron con llave y no volv… ––

–– ¡Paty ya! ¿no te fijas que estoy todo el día metido contigo en la casa? –– contesté colmado.

Fui al dormitorio y sonó un portazo junto a unos susurros acongojados. Asumí que, como todas las noches, Paty prendería una vela y se pondría a rezar arrodillada junto a su cama, por lo que no le di mayor importancia. Y es que dejé de oír sus conversaciones con Dios hace algunos meses, desde una vez en que apoyé mi oreja contra la pared para saber qué tanto murmuraba y escuché que, dirigida su voz hacia el techo, proclamaba agobiada: “Mi señor, ¿por qué Felipe nos hizo esto? Mi señor, no entiendo cómo mi niño no tiene miedo de irse al infierno”.

Echado en la cama, comencé a observar nuevamente las fotos de Cristóbal y noté que aparece siempre en el mismo lugar. Cada una de sus fotografías resaltan la belleza de la época estival, lo tonificado que está su cuerpo y una tenue vista difuminada del borde costero conconino, extendido sobre Avenida Borgoño.

–– Buena ¿qué haces por la vida? –– respondió Cristóbal luego de unos minutos.

–– Estudio Derecho en la UVM –– contesté avergonzado.

–– Filete, yo Arqui en la UNAB, ¿cuándo vuelves a clases? –– contestó.

La conversación fluyó rápidamente y, sin mayor preámbulo, quedamos de vernos al día siguiente, afuera de Mall Marina. Cristóbal resultó ser inesperadamente simpático y no podía entender cómo alguien como él hizo match conmigo. Y pese a no considerarme alguien poco interesante o derechamente feo, era tozudamente inseguro, producto de los constantes rechazos en mi historial de citas en Tinder. La gente esperaba encontrarse con Felipe tal cual aparece en sus fotos, sus prominentes ojos verde oliva y sin mayores preocupaciones más que estudiar Derecho, exponer sus salidas con amigos en redes sociales o bien tomando café en algún Starbucks. No quería ni esperaba ver, sin embargo, al “enano” mesomorfo de 1.72, voz gangosa, cuerpo sin rastros habituales de ejercicio ni mucho menos tapizado en placas de Psoriasis, lo cual podría categorizarme como una especie de “mapamundi itinerante en tonos sepia”. Nadie tiene tiempo ni ganas de oír a un individuo succionado enérgicamente por su familia homofóbica e individualista, infravalorado por las malas decisiones que ha tomado en su vida, producto de tan persistente inseguridad.

–– Avísame mañana cuando llegues al Mall, me voy a dormir –– contestó Cristóbal.

–– Dale, hablamos –– respondí tratando de no sonar tan desesperado.

Ninguno de los dos se veía exactamente igual a las fotos. Sin embargo, algo me hizo entender que la apariencia física no puede ser lo más importante, mucho menos si Cristóbal era tan agradable y, seguramente, era tan esclavo de sus inseguridades como yo, así como de la obsesión por la heteronorma y el ser señalado como prototipo de buen partido.

Estábamos tan entretenidos conversando que terminé acompañándolo incluso a la biblioteca de su facultad, tenía que pedir unos libros sobre Edificación. Trataba de no parecer muy evidente, pero me gustaba mucho verlo concentrado. Cristóbal parecía ser un joven muy apasionado por sus estudios. Le gustaba hacer referencias sociales, hablar de música Indie y a ratos era muy gracioso, creo que destacaría de ese día sus referencias a memes, programas de televisión basura y algunos videos virales chilenos.

–– Es la primera vez que nos vemos, tiene que ser especial –– dijo Cristóbal ruborizado.

Normalmente no pasaba de la primera cita, por lo que sólo me permití ver la cita como algo que probablemente no volvería a ocurrir. No quería ilusionarme, además, debido a que mi mamá lo notaría y apenas podía lidiar con su fanatismo religioso. Ciertamente no contaba con las herramientas ni facilidades para llevar una cita al siguiente nivel. Tarde o temprano, sin embargo, llegaría el momento en que debía considerar a alguien en el plano amoroso, no todo puede ser amistad o citas insípidas. Cristóbal y yo no íbamos a estar toda la vida saliendo a comer chatarra después de clases o sentados en el cine mirando películas de terror. Lo que hice ese día fue ejercer mi legítimo derecho de salir a citas y no deberían afectarme la opinión disidente de alguien más.

–– Hola Felipe, ¿cómo estás? ¿mañana vas a Viña? –– recibí un mensaje de Cristóbal por Instagram horas después, ahora nos teníamos en todas las redes sociales.

De un momento a otro, Cristóbal y yo conocíamos el horario de cada uno al revés y al derecho. A veces me decía que lo esperara en su facultad o fuésemos a comer empanadas a La Nonna, nuestro lugar por así decirlo, ubicado cerca de Playa Los Lilenes.

Estar con Cristóbal me hacía olvidar instantáneamente la dinámica familiar. Cada vez hablaba menos con mi hermana Sofía, solíamos discutir un montón y siempre se refería a mí como un “pendejo” depresivo e inmaduro que le falta conocer “otras realidades”.

–– ¿Cuáles realidades? ¿Las que conoces mientras tomas LSD en tus fiestas techno? ––

Sofía, al igual que mi madre, sufren de egocentrismo. Sólo que, en vez de llorar, rezar y pegar portazos, Sofía sale de fiesta en Australia y minoriza todos los problemas ajenos.

–– Feli, tú eres el que está mal. Debiste quedarte callado con eso de que eres maricón, acá “la gente como tú” vive de lo más feliz, ¡debiste esperar que los papás te pagaran la carrera y ahí haberte venido… España, Suecia, no sé! –– sentenció mediante su típico tono de voz agudo, agotada nuevamente por tener que hablar de “estos temas”.

–– Lo es que es cachar nada, Sofi. Bueno, na’que hacer, hablamos –– cerré la conversación.

Cristóbal con el tiempo me mostró su lado sensible y preocupaciones personales. Me contó que sus padres son de un pueblo llamado Manzanar, son agricultores y tienen alrededor de setenta años. Él vive en una casa de veraneo que antiguamente cuidaban unos tíos suyos, ubicada en Playa Negra, lo cual explica el origen de sus fotografías. Los tíos de Cristóbal fallecieron y, con el fin de premiar su esfuerzo y dedicación, los dueños del inmueble le ofrecieron vivir allí, de este modo facilitando su paso por la universidad y el hecho de que trabaja los fines de semana como operario de bodega en Sodimac.

–– Felipe, ¿todo bien? –– decía luego de soltarse y liberar su vulnerabilidad.

–– Obvio que sí, Toto. Se nota que creen mucho en ti –– contestaba con una sonrisa.

Pese a la intensidad y frecuencia de nuestros encuentros, Cristóbal y yo nunca nos besamos o llevamos a cabo alguna otra demostración de acto amatorio que no fuese abrazarnos. Esta relación sin nombre era un hecho aún más sorpresivo para mi grupo de amigos y se volvió un tema serio de conversación durante casi dos meses. Me veían demasiado ansioso ante una posible decepción y les preocupaba mucho la dependencia que estaba generando con alguien que conocí por Tinder.

Conseguí que mi mamá no se molestara conmigo por dejarla sola en la casa y de noche, así que acepté ir a Pagano con mis amigos, después de algunos tragos y picoteo en el departamento de Enrique, un gran amigo que solía alojarme cuando a mi mamá le daba por echarme de la casa.

–– Ya pero cómo, ¿na’ de na’? –– decían todos en coro.

–– Parece que no cacha bien todavía si es gay, no lo quiero presionar. Es súper mino, piolita, preocupado, ¡loco, me pesca más que mis viejos! –– litigaba sosteniendo una piscola con la mano derecha y con la otra revisaba si Cristóbal había subido una historia en Instagram.

–– Oye, pero no te está pescando tanto parece –– dijo Pía, polola de una amiga del grupo.

–– ¡A ver, conmigo no perrita! –– grito entre carcajadas antes de pedir un Uber a Valparaíso.

La situación me confundía más con el paso de los meses. Lo conocía muy bien, al punto en que podía asegurar todas sus posibles respuestas en mi cabeza y probablemente, mediante mecanismos de evasión o gas lighting, Cristóbal encontraría la manera de hacerme ver como una persona exagerada y demasiado emocional, seguido de mi sentido arrepentimiento, expresado con una avergonzada mirada cabizbaja tras exponer mis dudas y pensamientos.

Empezamos a vernos menos, según él, por el bien de nuestras carreras. Mientras que Cristóbal trabajaba, maqueteaba o hacía planos, yo estudiaba, trabajaba part-time en un local de comida rápida y probaba suerte como escritor en todos los concursos literarios.

–– Te pasaste de pueblo, Arquitectura es mucho más absorbente –– sentenciaba.

Cristóbal me empezó a hacer mucha falta pese a su cambio repentino de actitud. Nunca lo vi venir, me había acostumbrado a una persona que ahora no veía con la misma frecuencia de antes y eso comenzó a doler. Era lo que más temía, dejar de ver a la persona que en un comienzo fue responsable de tantas risas, buenos momentos y un extraño estado de enamoramiento, el cual paulatinamente fue amplificando mis inseguridades a través de sus evasiones, comentarios agresivos disfrazados de “lecciones” e intransigencia.

–– Me estoy volviendo loco –– pensé agotado mientras caminaba por Av. Libertad.

Con el paso de las cuadras extendidas sobre la otoñal avenida, comencé a reflexionar repentinamente sobre el patrón de dependencia en mi familia. Efectivamente, mi madre estaba obsesionada con la soledad y la vejez, además del recuerdo de “un pasado mejor” y su modelo de familia tradicional que aún no se desmoronaba. Mi papá, de no haber engañado tanto a mi mamá con otras mujeres, habría seguido con ella, seguramente. Yo por mi parte, no tendría que lidiar con las crisis recurrentes de angustia de mi mamá ni las indirectas de mi papá en relación con su actual estado de orgullo filial y bonanza. El hecho de que Alberto y Sofía intenten cubrir sus penas y temores escapando reiterativamente de la realidad a través de fiestas y excesos, demuestra su esfuerzo por sobrellevar opulentos

sus esquemas propios sobre cómo debe ser el éxito y la felicidad. En el fondo, todos somos presos de algo, buscamos vías de escape a lo cotidiano y la rutina sin duda nunca ha sido divertida para nadie, más aún si eres esclavo de las apariencias y el qué dirán. En efecto, no podría negarlo: soy preso de la aceptación del resto porque así me criaron mis papás.

No podía seguir con este juego extraño en el que uno de los dos decide distanciarse, mientras que el otro simplemente debe asumir que no hay irregularidades en su razonamiento. Cristóbal nunca dejó de estar activo en redes sociales ni de salir con sus amigos, por ende, sí tenía tiempo para juntarse conmigo y por alguna razón no quería hacerlo.

Decidí llamarlo por teléfono, a pesar de lo consciente que estaba de sus indeseables actitudes, las cuales poco a poco se tornaron arrogantes, manipuladoras y aún más coexistentes que antes. Aceptó mi invitación, volveríamos a La Nonna como en los viejos tiempos y conversaríamos un rato mientras comemos empanadas camarón queso, sentados en la misma mesa de siempre, mirando los veleros del Club de Yates Higuerillas.

–– ¿Acaso será necesario tratar de esclarecer ahora las cosas? –– reflexioné mientras caminaba en dirección al restaurant.

Me detuve por un momento a pensar en Felipe como si de mí no se tratara. No tenía caso, existen situaciones en que no necesitamos respuestas para entender lo que sucede a nuestro alrededor. Durante todos estos meses, fui incapaz de alejarme de Cristóbal porque fue él quien en un comienzo me dio la oportunidad de conocer lo que es la aceptación, saborearla, saber qué se siente que te quieran por como eres sin tener que censurar tus palabras temerosas, las mismas que a ratos se convierten en un crudo mecanismo de defensa.

Mi obsesión por hallar una respuesta que en realidad no necesitaba para salir adelante en mi vida, había llegado demasiado lejos. Hablar las cosas con Cristóbal no iba a arreglar absolutamente nada. No necesito aclarar nada con él, porque quien debe aclararse primero soy yo. El tiempo me convirtió en una persona agobiada ante la adversidad y decisiones irrespetuosas, por lo que pese a mis infinitos intentos de encontrar un compañero que me comprendiera, había postergado mis propios deseos de sanar una a una mis heridas.

–– ¿Qué es lo que necesito saber? ¿Debo seguir dependiendo de otros para hallar mi equilibrio emocional? ––

Me he pasado la vida tratando de pertenecer a algún espacio que me abrace sin ataduras y con todas mis maneras, derrumbado cíclicamente por la sucesiva decepción adquirida de mis padres y el pensamiento constante de que no soy lo suficientemente bueno para alcanzar mis sueños y metas. Las aplicaciones de citas sí juzgan al libro por su portada y está bien no ser vistos como seres atractivos por todas las personas.

Llevaba algunos minutos sentado en el restaurant junto a la ventana que da vista directo a la bahía conconina. El día estaba caluroso, agradable, comencé a sentir deseos de salir y pasear antes de partir nuevamente a mi rutina en la casa.

–– Disculpa, sabes que mejor voy a llevarme las empanadas –– le dije al garzón.

–– Sí, ningún problema –– contestó.

Sé que Cristóbal llegó, lo vi llegar de lejos al restaurant mientras subía por el ascensor en dirección a Av. Las Pimpinelas y el resort Hippocampus. No podía seguir hallando respuestas donde sabía que no las iba a encontrar y, pese a que este acto puede ser interpretado como cobardía, entendí que cada uno debía vivir su propia sintonía, probablemente Cristóbal esperaba que yo hiciera algo al respecto, no lo sé, pero decidí que intentaría llevar una mejor relación con mi mamá, estaba demasiado ocupado maldiciendo su opresión que nunca fui capaz de apreciar e intentar solucionar la suya. Sin darme cuenta, replicaba fielmente todas aquellas conductas que mi familia ejerció sobre mí y nadie era capaz de ayudarse unos a otros, eso definitivamente tenía que terminar.

Llegué a la casa con la intención de llevar una mejor convivencia. Cambié mi timbre de voz a uno más alegre y empecé a gritar en dirección a su dormitorio:

–– ¡Mamá, ya llegué! ¡Traje empanadas de camarón queso! ––

Abrió la puerta de su dormitorio, le di un abrazo y afortunadamente el abrazo que recibí de vuelta fue aún más fuerte. Le pedí que me enseñara a usar el horno eléctrico y, mientras las empanadas se calentaban, conversamos sobre su día en el trabajo, mis asignaturas de la universidad, las noticias sobre lo que está sucediendo en Venezuela e incluso vimos dos capítulos de Oye Arnold sentados en el sillón del living tomando Pap.

Nunca más hablé con Cristóbal. Cerré Tinder y no volví a abrir más una cuenta en la aplicación. Conseguí trabajo los fines de semana como gestor de ventas para una marca de telefonía celular y empecé a salir hace muy poco con un compañero de carrera, ahora sí tengo certeza de que tenemos una relación mucho más que amistosa. Mi mamá decidió ir a terapia una vez a la semana y la veo bastante animada con eso, incluso ahora sale con sus amigas y hasta se compró ropa nueva. Sofía vuelve a Chile en junio y estamos muy contentos, por lo visto va a vivir con nosotros y retomará Ingeniería Comercial.

Decidí canalizar mis tensiones y me inscribí al gimnasio que está dentro del Mall Marina. Para mi sorpresa, Cristóbal se había subido al mismo ascensor que yo.

 - Autor: Alfonso Boreal

*Todos los nombres, detalles y elementos de la historia fueron modificados a modo de cuidar la privacidad de quienes se han visto involucrades. El nombre del autor aparece con el consentimiento del mismo.

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