
Ser LGBTIQ+ en una sociedad homofóbica nunca ha sido sencillo. Desde pequeños aprendemos que nuestra existencia, de alguna manera, incomoda. Que lo que sentimos no siempre tiene lugar en los pasillos del colegio, en las sobremesas familiares o en los grupos de amigos. Y cuando vives en un mundo que te manda constantemente el mensaje de que “eres raro”, “no encajas”, o “lo que sientes está mal”, el cuerpo y la mente no tienen otra opción que buscar estrategias inconscientes de supervivencia.
A veces esas estrategias aparecen tan rápido y de forma tan natural que parecen invisibles. No las cuestionamos, simplemente nos salvan. Y de hecho, sí nos salvan. Porque gracias a ellas logramos pasar la adolescencia sin quebrarnos del todo, logramos salir adelante aunque nos rodearan las burlas, los silencios incómodos o el miedo constante a ser descubiertos. Pero lo que nadie nos advierte es que esas estrategias que en la infancia o juventud nos sostuvieron, en la adultez se transforman en hábitos que nos oprimen.
En mi experiencia —y en lo que veo también en pacientes y personas de mi entorno— esas estrategias pueden tomar muchas formas. Hay quienes aprenden a estar siempre alertas: atentos a cada palabra, cada gesto, cada insinuación de burla. Caminan por la vida como si llevaran un escudo las 24 horas. Eso les protege de no ser tomados por sorpresa, pero también los convierte en adultos duros, defensivos, que terminan transformándose en lo que hoy se suele llamar un “mean gay”: alguien que ataca antes de ser atacado, usualmente percibido como alguien "tóxico" o "víbora". Aprendió tanto a defenderse, que ahora ataca antes de ser atacado.
Otros optan por lo contrario: el aislamiento. Personas que preferían sentarse solos en el recreo, escondidos detrás de un libro o del celular, con tal de no ser el blanco de las bromas. Esa soledad, que en la adolescencia servía como refugio, se convierte en una adultez marcada por la dificultad de confiar en otros, por el miedo a mostrar vulnerabilidad y por una especie de autoexilio emocional.
También están quienes se refugian en el éxito académico o profesional. El clásico “si no me aceptan por quién soy, al menos me respetarán por lo que logro”. Muchos nos convertimos en el estudiante ejemplar, el trabajador incansable, el perfeccionista que nunca se permite fallar. Y claro, desde fuera parece que tenemos todo bajo control, notas brillantes, títulos y carreras exitosas. Pero por dentro esa exigencia constante deja heridas, mucha ansiedad, incapacidad de disfrutar y sensación de que nunca es suficiente.
Hay otras formas de protección que tal vez reconozcas: refugiarse en el gimnasio y en la apariencia física para demostrar valor, usar el humor como máscara para desviar la atención, o buscar siempre relaciones superficiales para no exponerse al verdadero rechazo. Cada mecanismo tiene su lógica. Todos nacen de un mismo miedo: el de no ser amados por lo que realmente somos, y el de sentir que debemos protegernos para que no nos ataquen.
¿Te cuento la estrategia que yo utilicé y que recién hace un par de años vine a darme cuenta que la usaba?
Yo encontré mi estrategia en algo aparentemente inocente y hasta positivo: agradar. Caer bien. Ser simpático, amoroso, el chistoso del grupo. Si me aseguraba de que todos me quisieran, entonces nadie iba a tener razones para rechazarme. Esa era mi lógica (¡y vaya que hace lógica!).
En el colegio yo era bien querido. Siempre estaba con una sonrisa, dispuesto a hacer reír a mis compañeros, a escuchar, a acompañar. Era “el simpático”, “el amoroso”, “el que todas las mamás del curso quieren”. Y claro, eso me daba seguridad. Si lograba ser ese chico agradable, nadie se fijaría en lo que quería ocultar: que era distinto, que sentía atracción por los hombres, que había partes de mí que no se ajustaban al molde.
Usualmente quienes me hacían bullying eran personas de cursos mayores al que yo estaba, u otras personas de otros colegios con los que a veces nos relacionábamos. Pero era tan querido por mi curso, que cuando alguien me molestaba, mi curso me defendía.
Incluso, llegué a ganar casi todos los años el premio al "Mejor Compañero".
A nivel inconsciente, detrás de esa simpatía había una pregunta que me perseguía: ¿y si dejaba de agradar? ¿Y si mostraba mis enojos, mi envidia, mis partes más oscuras o vulnerables? ¿Me van a seguir queriendo si se enteran que no me gustan las mujeres? Ese miedo me acompañó durante años. Y aunque por fuera parecía que todo estaba bien, por dentro me estaba costando demasiado sostener esa máscara.
Con los años me di cuenta de que esa estrategia de agradar tenía consecuencias mucho más profundas de lo que imaginaba, y que empezaban a verse reflejadas hoy en mi adultez. Me costaba poner límites porque temía que el otro se molestara. Decía que sí a favores, salidas o compromisos que no quería, solo para no decepcionar. En mis relaciones de pareja muchas veces me adaptaba tanto a la otra persona, que terminaba perdiéndome de mí mismo. Y lo más duro: empecé a confundir amor con aprobación. Creía que me amaban porque era simpático, porque sabía complacer, porque no daba problemas. Pero en realidad me querían por una versión recortada de mí, no por mi verdadero yo.
Esa necesidad de agradar también me jugó en contra conmigo mismo. Llegó un punto en que ya no sabía qué cosas me gustaban de verdad. ¿Me reía porque algo me hacía gracia o porque quería que el otro se sintiera cómodo? ¿Aceptaba salir porque lo deseaba o porque no quería quedar mal? Era como si me hubiera entrenado tanto en leer a los demás, que me había olvidado de leerme a mí mismo.
Y aquí está la paradoja: agradar me salvó. Me protegió en mi infancia y adolescencia. Pero en la adultez me lastimó. Porque vivir para agradar es vivir a medias. Es existir para otros, no para uno.
Empecé a trabajar este tema en terapia, y es un proceso en el que sigo hasta hoy. No es fácil. No se trata de dejar de ser simpático de un día para otro, porque esa parte también forma parte de mí. Soy simpático, y me encanta serlo. El problema no es la simpatía en sí, sino el lugar desde donde nace. Cuando nace del miedo, me encadena. Cuando nace de un deseo genuino de conectar, me libera.
Lo que más me ayudó fue darme cuenta de que agradar no es lo mismo que conectar. Cuando agrado, me adapto a lo que el otro quiere ver. Cuando conecto, me muestro como soy y dejo que el otro decida si quiere quedarse o no. Eso es más arriesgado, claro. Mostrar la vulnerabilidad siempre da miedo. Pero también es el único camino hacia la autenticidad y la libertad.
Hoy intento practicar pequeñas cosas que antes me parecían imposibles. Decir que no sin dar mil explicaciones. Permitir que alguien no me caiga bien, sin sentir culpa por no forzar una sonrisa. Mostrar cuando estoy cansado, enojado o triste, aunque eso no sea “agradable”. Incluso si estoy en la casa de alguien y me pregunta si tengo hambre, responderle "sí" cuando tengo ganas de comer algo (¡¡antes incluso me aguantaba el hambre con tal de "no molestar"!!). Cada vez que lo hago, siento que me acerco un poco más a mí mismo. Y sí, todavía me cuesta. Todavía me da miedo. Pero también me siento más libre, más auténtico y mucho más seguro de que la persona, cuando se queda a pesar de mis sombras o mis límites, es porque realmente me quiere por lo que soy y no solo por lo que le muestro.
Si tú también te reconoces en esta necesidad de agradar, quiero decirte que probablemente lo hiciste para protegerte en un mundo que te enseñó que no eras suficiente. Pero ahora tienes la oportunidad de elegir. Elegir conectar en lugar de agradar, elegir poner límites, elegir respetarte, y elegir mostrarte.
Al final del día, he aprendido que lo más importante no es agradarle a todo el mundo, sino ser fiel a quien realmente soy. Sí, habrá personas a las que no les guste, habrá quienes se alejen o no me entiendan, pero hoy sé que eso también está bien. Porque prefiero incomodar a algunos siendo auténtico, que complacer a todos viviendo una versión reducida de mí mismo. La verdadera paz aparece cuando uno se atreve a ser, sin disfraces ni estrategias de supervivencia, confiando en que las personas correctas sabrán valorar quien realmente soy.
Y sé que no es fácil hacer todo esto solo. Por eso quiero invitarte a dar un paso más conmigo. Grabé una videoclase gratuita llamada “Los 3 trucos que me ayudaron a sentirme realmente libre y auténtico como una persona LGBTIQ+”. En ella comparto las herramientas concretas que me ayudaron a dejar de vivir desde la vergüenza y el miedo, y empezar a vivir desde la autenticidad. Te prometo que son trucos simples, pero poderosos, que pueden empezar a cambiar tu relación contigo mismo y con tu entorno. La puedes ver haciendo click aquí.
Recuerda que tiene fecha límite para revisarla, así que te recomiendo aprovecharla ahora.
--
Aprovecho de recordarte que PrideMe es un centro de salud mental que fundé hace unos años, donde contamos con un equipo hermoso de profesionales especialistas en personas LGBTIQ+ que pueden ayudarte en este o en cualquier otro tema que estés viviendo. Siempre en un espacio seguro, libre de discriminación y pensado para ti. Puedes agendar conmigo o con quien más resuene contigo en www.prideme.cl :).
Conéctate a nuestra Comunidad y sigue recibiendo contenido de valor!
Únete a mi lista de suscriptores para que puedas recibir avisos de cuando publique nueva información sobre mi blog, contenidos, talleres y cursos!
No te preocupes, tu información está segura conmigo :)
No soporto el SPAM! Así que no te preocupes que no estaré llenándote de mails, solo te enviaré mails que sé que te podrán servir y ayudar :)