
Durante muchos años pensé que la autenticidad era simplemente “mostrarme tal como soy”. Me gustaba decir esa frase, incluso me la repetía con mucha seguridad de que realmente era alguien que se mostraba tal y como era con el resto. Pero, con el tiempo, entendí que ser auténtico no era tan simple como sonar espontáneo o no tener filtros. Ser auténtico implicaba algo mucho más profundo. Ser auténtico significaba sentirme libre siendo yo, sin tener que adaptarme a los ojos de los demás para poder ser querido o aceptado.
Y lo curioso es que incluso cuando ya había salido del clóset, cuando ya tenía una vida coherente con mi orientación sexual y una identidad que no escondía, seguía habiendo algo en mí que se bloqueaba. Era una sensación muy extraña. Por fuera parecía que ya estaba todo resuelto, pero por dentro había un nudo, una tensión constante, una especie de freno que no me dejaba vivir con libertad completa.
Ese freno es lo que llamo un bloqueo interno. Y creo que es el mayor obstáculo que muchas personas LGBTIQ+ enfrentamos para mostrarnos de forma 100% auténtica.
Cuando hablo de bloqueos, no me refiero solo a pensamientos negativos o creencias limitantes, sino a algo mucho más integral. Son esos mecanismos inconscientes que el cuerpo, la mente y las emociones construyen para protegernos del dolor, pero que, con el tiempo, terminan alejándonos de nosotros mismos. A veces los bloqueos se sienten como un miedo, otras como una incomodidad, otras como una especie de parálisis emocional. Son esas veces en las que quiero ser libre, pero algo en mí me dice “cuidado”, “espera”, “no lo hagas todavía”.
He escuchado a muchos consultantes decir frases como: “Tengo miedo de ser quien soy, incluso con las personas que me quieren”, o “no puedo mostrarme libre por la discriminación”. Y cada vez que escucho algo así, me hace tanto sentido, porque no se trata solo de lo que el entorno hace, sino de lo que el entorno dejó dentro de nosotros. Esos miedos que se instalaron cuando crecimos y que, aunque ahora tengamos más herramientas o más confianza, siguen activándose como reflejos automáticos.
En mi experiencia personal y profesional, la raíz más profunda de ese bloqueo tiene un nombre: la homofobia internalizada.
La homofobia internalizada se refiere a integrar toda la homofobia del entorno con la que crecimos en uno mismo. Por ende, la homofobia internalizada suele manifestarse de manera inconsciente, por lo que no siempre se nota. A veces está tan bien camuflada que pareciera que ciertas conductas o decisiones que tomamos vienen desde el sentido común, la prudencia o la madurez. Pero si miramos con atención, lo que esconde es una herida emocional muy antigua: la herida de haber aprendido que ser quienes somos podía traernos dolor.
Crecimos en una cultura donde ser gay no era algo que se nombrara con orgullo. Pocas veces me dijeron directamente que estaba mal, pero lo aprendí en las miradas, en los silencios, en los chistes, en la falta de referentes o en los estereotipos. Lo aprendí cuando veía cómo la gente se burlaba de quien era diferente, o cómo los personajes homosexuales en la televisión eran ridiculizados. Y ahí aprendí que lo mío no tenía lugar.
Con el tiempo, esa mirada ajena se fue transformando en una voz interna. Una voz que me decía “intenta que no se te note", “no hagas tanto ruido”, “no muevas las manos así”, “agrava la voz”, etc. Esos pensamientos internos fueron tomando decisiones por mí, incluso cuando yo ya me creía libre.
Y eso es lo más engañoso de la homofobia internalizada, que no se manifiesta solo como rechazo, sino también como autocontrol excesivo. Es el impulso de querer caer bien, de no molestar, de no incomodar, de buscar ser el gay “aceptable”.
Pero ese esfuerzo constante por no incomodar termina por desconectarnos de nuestra autenticidad. Porque cuando vivimos para ser aceptados, inevitablemente dejamos de escucharnos.
Cuando he estudiado la homofobia internalizada hay algo que no me ha logrado cerrar completamente. Se habla mucho de que la homofobia internalizada tiene que ver con creencias negativas en torno a ser LGBTIQ+, pero poco se habla de lo emocional más allá de solo lo cognitivo. Y la homofobia internalizada no es solo una idea o una creencia que se cambia pensando diferente. No basta con decirme “sé que no tengo por qué avergonzarme”, porque el cuerpo no funciona así. No es solo una reestructuración cognitiva, sino también una reestructuración emocional y corporal.
Lo descubrí en momentos muy cotidianos. Por ejemplo, cuando estaba en un lugar público con alguien que me gustaba y sentía un leve impulso de tomarle la mano... pero mi cuerpo se tensaba. Nadie me estaba mirando mal, nadie me estaba agrediendo, pero mi sistema nervioso reaccionaba como si algo estuviera en peligro. Esa contracción, ese pequeño sobresalto, es una forma de memoria corporal. El cuerpo aprendió que mostrarse puede ser peligroso, y aunque mi mente ya sabe que no hay amenaza, mi cuerpo aún no lo cree del todo.
Esa es la parte más profunda de la homofobia internalizada: la que no se resuelve entendiendo, sino sintiendo. Sentir la incomodidad, el miedo, la vergüenza y no huir de eso. Sentirlo para poder transformarlo.
Porque si lo pienso fríamente, yo sé que tengo derecho a amar a quien amo, a expresarme como quiera, a mostrar afecto, a existir sin justificarme. Pero el trabajo real no está en convencerme intelectualmente, sino en enseñarle a mi cuerpo que puede relajarse, que puede confiar, que ya no está en peligro.
Ese proceso de “reentrenar” mi cuerpo para sentirse seguro siendo quien soy ha sido uno de los aprendizajes más bonitos y más desafiantes de mi vida. A veces ese miedo aparece sin que lo espere. En reuniones, en vínculos nuevos, o incluso en momentos felices. Pero ya no me asusta tanto. Cuando aparece, lo reconozco. Lo abrazo. Me digo: “Está bien, esto también es parte de mí".
Porque el bloqueo principal que nos impide mostrarnos auténticos no es que no sepamos quiénes somos, sino que todavía hay una parte de nosotros que no se siente segura siendo quien es.
Yo todavía tengo momentos en los que mi mente o mi cuerpo me frenan. Todavía me descubro intentando “no incomodar”. Pero lo que ha cambiado es que ya no me culpo por eso. Lo reconozco como una huella, no como un defecto. Y eso, créeme, lo cambia todo.
La autenticidad no es un destino, es un ejercicio cotidiano. Es el trabajo de volver a nosotros una y otra vez, de reconciliarnos con las partes que un día escondimos, y de entender que mostrarnos tal como somos no es algo que se logra de golpe, sino que se construye con paciencia y ternura.
Cuando logramos eso —cuando el cuerpo, la emoción y el pensamiento empiezan a alinearse— la autenticidad deja de ser una meta y se vuelve una forma de vivir.
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