Las 5 verdades que alguna vez quise esconder y hoy son mi mayor fuente de orgullo

Cuando pienso en mi infancia y adolescencia, me doy cuenta de que viví muchos años pensando en que debía ocultar varias cosas de mí. No lo decía en voz alta, pero lo sentía en cada gesto, en cada comentario, en cada momento en que me comparaba con los demás. Era como si hubiera una lista invisible de características que “estaban bien” y otras que “no correspondían”. Y justo esas, las que caían en la segunda lista, parecían estar demasiado presentes en mí.

Así que aprendí a esconder. A observar primero qué era lo que se esperaba de mí y después adaptarme. Me convertí en alguien que sabía leer las miradas y los silencios, que sabía cuándo reír y cuándo callar, que sabía cómo pasar desapercibido. Y aunque eso me dio cierta protección, con el tiempo descubrí que lo que más me hacía sufrir no era el rechazo externo, sino el hecho de rechazarme a mí mismo.

Lo irónico es que aquello que intentaba ocultar era, en realidad, lo que me hacía único. Mis mayores miedos eran, al mismo tiempo, mis mayores tesoros. Y lo que me llevó años aceptar hoy se ha convertido en una fuente de orgullo, de autenticidad y de fortaleza.

Quiero compartir contigo cinco de esas verdades que durante mucho tiempo quise tapar y que hoy abrazo como mis banderas. Tal vez te reconozcas en alguna de ellas.

1. Mi sensibilidad

Desde niño escuché la palabra “sensible” como si fuera un insulto. Recuerdo a adultos decirme que debía ser más fuerte, que no llorara por tonteras, que no fuera tan “dramático”, mientras que algunos compañeros de colegio se reían porque era de llanto fácil o porque me dolía demasiado una broma.

Esa sensibilidad se sentía como un defecto, algo que debía corregir. Así que me forcé a endurecerme: a no mostrar mis lágrimas, a reírme de cosas que no me causaban gracia, a fingir indiferencia frente a lo que me dolía. De un momento a otro, me convertí en una persona que "no podía llorar". Por años estuve bloqueado emocionalmente, literalmente no me salían las lágrimas cuando por dentro me estaban pasando muchas cosas.

Con el tiempo entendí que esa incapacidad de llorar, venía desde haber bloqueado de forma inconsciente mi vulnerabilidad como método de protección. Hoy puedo ver que ser sensible es mi mayor regalo. Es lo que me permite conectar profundamente con otras personas. Es lo que me ayuda a sentir empatía, a comprender lo que alguien está viviendo incluso cuando no lo dice con palabras. Es lo que me abrió las puertas a la psicología, a escuchar, a acompañar.

Hoy me doy cuenta de que ser sensible no me hace débil. Al contrario: me da una fortaleza distinta, una que no se mide en músculos o en dureza, sino en la capacidad de estar presente en el dolor y en la alegría de los demás. Mi sensibilidad es mi brújula.

2. Mi voz afeminada

En la adolescencia odiaba mi voz. Sentía que era demasiado delatora. Mientras otros chicos tenían tonos graves y seguros, yo sentía que mi voz era más fina, más suave, más “femenina”. Y claro, eso en un entorno machista era sinónimo de burla asegurada.

Intenté cambiarla: hablaba más bajo, trataba de imitar la forma en que hablaban mis compañeros, hasta ensayaba frente al espejo. Pero nada funcionaba, siempre terminaba sintiéndome descubierto.

Hoy agradezco esa voz. Es mi voz, y ha sido tan bonito y tan simbólico poder aceptarla porque no solo acepto cómo "suena" mi voz, sino que acepto mi voz como un simbolismo. Gracias a mi voz es que he podido mostrarme cómo soy, poner límites y conectar con otros. Gracias a "darle voz a mi voz" es que he podido abogar por los derechos y la salud mental de personas LGBTIQ+ desde hace 7 años. Es la que me ha permitido transmitir cercanía en sesiones de terapia, la que me acompaña en mis charlas y en mi podcast, la que me hace reconocible. Ya no la escucho como un defecto, sino como un sello.

Entendí que no necesito tener una voz “más masculina” para que sea valiosa. No necesito modificarla para ser tomado en serio. Mi voz es parte de mi identidad, y cada vez que la uso sin miedo, me permite transmitir el mensaje que vine a dar a este mundo.

3. Mis deseos

Durante años pensé que mis deseos eran algo prohibido. Me culpaba por mirar a un compañero de curso con atracción, por soñar con un beso, por imaginarme de la mano con alguien del mismo sexo. Sentía que cada uno de esos pensamientos era una evidencia de que algo en mí estaba dañado y de que si o sí debía ser escondido.

Por eso trataba de suprimirme. Fingía interés en chicas, me reía de chistes homofóbicos para que nadie sospechara, evitaba todo gesto que pudiera delatarme. Pero al hacerlo, me iba desconectando de mí mismo.

Cuando finalmente acepté mis deseos, sentí una liberación enorme. Descubrí que no había nada de malo en lo que yo sentía, que desear a otro hombre no era un error, sino simplemente una expresión de mi naturaleza. Descubrí que muchas de las personas que pensaba que se iban a alejar, en realidad se acercaron aún más. Mis deseos no eran la prueba de un defecto, eran la prueba de que estaba vivo.

Hoy son lo que me permite vivir con pasión, con autenticidad y con disfrute. Y me recuerdan que el placer, lejos de ser vergonzoso, es una parte hermosa de la experiencia humana.

4. Mi forma de amar

Crecí con la idea de que el amor entre dos hombres no era posible. Que estaba condenado al fracaso, que nunca podría ser real o legítimo, que era un pecado y que era antinatural.

Ya en la adultez, haber crecido con miedo a mi forma de amar me hizo esconder mis sentimientos muchas veces. No decía lo que sentía, no me atrevía a mostrar afecto en público, vivía con miedo a que descubrieran lo que había en mi corazón.

Pero al abrirme a amar de verdad, me di cuenta de que mi forma de amar es tan válida como cualquier otra. He sentido conexiones profundas, he vivido historias intensas, he aprendido lo que significa entregar y recibir cariño. Conocer de primera mano al amor me hizo realmente enamorarme del amor. Hoy amo amar, y amo que me amen.

Mi manera de amar es una prueba de que el amor no tiene moldes predefinidos. Es libre, es creativo, es capaz de construir familia, de dar vida, de sanar. Y eso es algo que hoy abrazo con orgullo.

5. Mi historia

De todas las cosas que quise esconder, mi historia es la más compleja. Quería borrar los momentos en los que me sentí solo, los rechazos, los miedos, las lágrimas escondidas en mi pieza, en el auto y en la ducha. Quería mostrar solo una versión “perfecta” de mí mismo, sin grietas ni cicatrices.

Pero con el tiempo entendí que esas cicatrices son parte de mi identidad. Que cada caída me enseñó a levantarme. Que cada vez que me sentí distinto, estaba construyendo la fuerza para después abrazar esa diferencia.

Mi historia, con todo lo que incluye, es lo que me hace ser quien soy. Y al compartirla, no solo me libero yo, sino que también conecto con otros que han vivido algo parecido. Lo que antes me daba vergüenza, hoy me da sentido.

Cuando miro hacia atrás, me impresiona ver cuánto tiempo pasé tratando de ocultar estas verdades. Me doy cuenta de que en ese intento por encajar, me alejé de lo más valioso que tenía: mi autenticidad. Pasé años creyendo que ser aceptado significaba adaptarme a lo que otros esperaban, cuando en realidad la verdadera aceptación comenzó el día en que decidí aceptarme yo.

Al mismo tiempo, me emociona reconocer que esas mismas verdades que me avergonzaban son hoy mi mayor orgullo. Lo que antes vivía como una carga es lo que ahora me da propósito, fuerza y sentido. Ya no necesito encajar en un molde, ni vivir según las expectativas ajenas. Prefiero ser la versión más honesta de mí mismo, incluso si eso significa no ser comprendido por todos. Porque descubrí que ser distinto no me quita nada, al contrario: me devuelve la libertad de ser yo.

Y quiero invitarte a ti también a que te hagas una pregunta sincera: ¿qué parte de ti estás escondiendo? Tal vez es tu sensibilidad, tus sueños, tus deseos, tu manera de amar o tu propia historia. Tal vez es eso que te dijeron que “no correspondía” o que “debías callar”.

Porque puede que justo ahí, en lo que has intentado tapar, esté tu mayor fuente de orgullo, de amor propio y de libertad.

Y si algo he aprendido en este camino, es que cuando dejamos de escondernos, la vida se vuelve más liviana, más auténtica y, sobre todo, mucho más nuestra.

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