
Uno de los mayores desafíos que me he encontrado en la búsqueda de pareja es lograr que, después de tener sexo, siga existiendo interés por parte de ambos. Y cuando digo interés, no me refiero necesariamente a que la otra persona quiera comprometerse en una relación formal al día siguiente, sino a algo mucho más sencillo: que haya ganas de volver a hablar, de seguir compartiendo, de conocerse más allá del encuentro físico. Muchas veces me he encontrado con esa sensación amarga de que lo que para mí parecía un punto de partida, para el otro era simplemente el punto final. Y cada vez que esto me pasa, me duele más de lo que me gusta reconocer.
Lo que ocurre es que, aunque a veces intentemos convencernos de que “solo fue sexo”, en la práctica no siempre se siente así. Para mí, el momento en que decido acostarme con alguien es un momento de vulnerabilidad enorme. No es únicamente que me quite la ropa: también estoy dejando al descubierto mis heridas, mis miedos, mis inseguridades en torno a mi cuerpo y mis ganas de ser querido. Cuando esa vulnerabilidad no recibe eco al día siguiente y la otra persona simplemente desaparece, no lo vivo solo como un silencio en el chat, sino como un rechazo a mí mismo en mi totalidad. Es como si me hubieran dicho sin palabras que lo que soy no es suficiente para merecer continuidad. Y eso remueve en mí recuerdos antiguos, inseguridades de siempre, preguntas que no siempre tienen respuesta.
Algo que he visto bastante es que, en la dinámica de conocer gente, el sexo suele funcionar como un filtro rápido. Muchas personas se acercan con el objetivo implícito de ver si “hay química en la cama” y, en base a eso, decidir si siguen invirtiendo energía o no. Y aunque entiendo esa lógica, porque es real que la atracción física importa en cualquier relación, también me deja una sensación incómoda. Me ha pasado que antes de acostarnos había risas, complicidad, conversaciones que parecían abrir la puerta a algo más. Pero después del sexo, todo ese interés se esfuma, como si esa hubiera sido la única casilla por marcar. Y ahí uno se queda con la ilusión rota, porque la expectativa no era solo “pasar la prueba”, sino iniciar un camino.
No puedo negar que mis propias heridas hacen que este tema pese todavía más. Sobre todo en el mundo gay, que pareciera ser que cada vez más se valora el sexo casual por sobre el sexo íntimo. No sé ustedes, pero a mí me resulta imposible disociar lo físico de lo emocional, porque simplemente disociarlos no es sano. El sexo, por muy casual que sea, sigue siendo emocional. El sexo, aunque lo hagas con alguien que no conozcas, sigue siendo íntimo y sigue siendo vulnerable. No es simplemente una necesidad biológica que hay que satisfacer. La necesidad de fondo, siempre, va a ser el deseo de conectar. El tema es que, a partir de experiencias pasadas (y probablemente un poco de calentura también), es que aprendimos a disociar lo emocional de lo corporal y empezamos a ver al otro como un objeto y no como un sujeto, y ahí nos desconectamos de la necesidad de conexión y lo racionalizamos desde la cabeza pensando que es simplemente porque estamos calientes. Y bajo esa lógica nadie gana: ni la persona que ves como objeto porque no consideras sus emociones ni sus necesades, ni tú, que aprendiste a disociarte tanto que ya no eres capaz de sentir nada al respecto (o sí, quizás algo sientes, pero después del sexo: culpa).
A mí me ha pasado que después de un encuentro casual con alguien que apenas conocía, lo que queda es una sensación de que lo que viví no estuvo en sintonía con lo que realmente necesitaba, y ahí aparece la culpa. Culpa por haber entregado mi intimidad a alguien que ni siquiera sabía quién era en realidad, culpa por haber buscado conexión en un lugar donde era evidente que no la encontraría, culpa por haberme convencido de que “era de caliente" cuando en realidad me sentía solo y necesitaba estar con alguien. Y lo más duro de esa culpa es que no viene de afuera: no es que la otra persona me haga sentir mal, soy yo quien me reprocho a mí mismo, quien me digo que debí haber sabido mejor, que no debí ilusionarme, que no debí entregarme tan rápido. Es una conversación interna que se vuelve castigadora y que, lejos de ayudarme a crecer, me deja atrapado en un ciclo de vergüenza y desconexión.
Por otro lado, cada vez que alguien se ha ido después de un encuentro íntimo, yo me quedo con un eco de rechazo que se acumula en el cuerpo. La siguiente vez que conozco a alguien, voy con más ansiedad, con más ganas de controlar lo que va a pasar, con más miedo de que se repita lo mismo. Y ahí ya no es solo el encuentro sexual lo que se juega: son todas las expectativas que cargo conmigo. Es como si cada nuevo momento íntimo se convirtiera en una evaluación, no solo de cómo estuvo la noche, sino de cuánto valgo yo como persona. Y vivirlo así es agotador.
Cuando pienso en la cultura gay, siento que este fenómeno se intensifica. No digo que no ocurra en otros contextos, pero entre nosotros la rapidez con la que accedemos al sexo es mucho mayor. Las aplicaciones, la validación social de los encuentros casuales, la costumbre de asociar deseo con inmediatez, la sobrevaloración al cuerpo generan un terreno en el que el sexo suele ser la puerta de entrada más común. Y aunque no tengo nada en contra del sexo casual, lo difícil es cuando yo estoy buscando otra cosa y no lo comunico, o cuando me ilusiono creyendo que el otro busca lo mismo. En esa rapidez muchas veces se pierde la posibilidad de explorar la conexión emocional, y lo físico se convierte en lo único que queda sobre la mesa.
He notado también que hay personas que se sienten cómodas solo en la intimidad física, pero que huyen de la intimidad emocional. En la cama se sienten seguros, porque es un espacio de placer inmediato, pero todo lo que implique abrirse, mostrar heridas o compartir proyectos, les resulta amenazante. Y en esos casos, aunque el sexo sea bueno, no hay posibilidad de que el interés se sostenga. Si yo estoy esperando que sí lo haya, la frustración es inevitable. Esa distancia entre lo que yo busco y lo que la otra persona está dispuesta a dar es un abismo doloroso.
Con el tiempo, he intentado desarrollar herramientas que me ayuden a navegar este dilema. Una de ellas ha sido aprender a comunicar lo que quiero de manera más clara. No se trata de dar un discurso solemne antes de tener sexo, pero sí de poder dar señales, de abrir conversaciones que muestren que no estoy buscando solo un rato. Y también he tenido que entrenar mi capacidad de leer mejor las señales del otro: muchas veces el desinterés estaba ahí desde el principio, pero yo, por mis ganas de ilusionarme, lo pasaba por alto. Ahora trato de escuchar más atentamente, de no dejarme llevar únicamente por lo que quiero ver, pero sobre todo, de preguntar lo que el otro busca y de comunicar lo que yo quiero. Me he aguantado las ganas de tener sexo con un chico que siempre me busca y que realmente encuentro guapísimo, pero lo he hecho porque fui capaz de preguntarle qué buscaba y fue súper honesto al decirme que no anda en búsqueda de una relación, y como sé que yo tengo corazón de pollito y me ilusiono rápido, prefiero cuidarme y no caer a la tentación. Porque si me ilusiono con alguien que expresamente me dijo que no busca nada serio, fue simplemente porque yo solito decidí meterme ahí.
Y no, yo decido cuidarme primero.
Lo más difícil de todo este proceso ha sido aprender a no vincular mi valor personal con lo que ocurre después del sexo. Antes, si alguien desaparecía, lo interpretaba como un juicio absoluto sobre mí: que no era atractivo, que no era interesante, que no era suficiente. Hoy intento verlo distinto: si alguien se va, simplemente es porque no busca lo mismo que yo. O porque quizás realmente no le gusté... ¡y eso está bien! No le puedo gustar a todo el mundo. Y aunque duele, eso no define quién soy ni cuánto valgo. Mi tarea ahora es sostener mi individualidad, recordarme que lo que yo busco es válido, que no soy monedita de oro para gustarle a todos, y que no tengo que adaptarme a los deseos del otro solo para no sentirme rechazado.
No voy a mentir: todavía me duele cuando alguien se aleja después de un encuentro que para mí fue significativo. Todavía me cuestiono, todavía siento ese vacío. Pero ya no me quedo pegado en la pregunta de “¿qué hice mal?”. Más bien me hago otra: “¿qué necesito yo para seguir bien conmigo mismo aunque el otro no esté?”. Esa es la pregunta que me libera.
Porque al final, hoy sé que lo valioso no es la promesa del otro al día siguiente, sino la promesa que me hago yo de cuidarme y respetar lo que necesito ❤️.
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