¿Para qué contarle a mi familia que soy LGBTIQ+ si viven en otra ciudad?

Esta pregunta me la hacen muchxs pacientes. Y si estás leyendo esto, es probable que también te la hayas hecho alguna vez. A simple vista, puede parecer una duda legítima, hasta práctica: ¿para qué remover las aguas si ni siquiera viven cerca? Pero cuando miramos más en profundidad, detrás de esa pregunta se esconde algo más que distancia física: se esconde la herida de no sentirnos totalmente libres de ser quienes somos frente a las personas que más significan en nuestras vidas.

Muchas personas LGBTIQ+ crecieron en ciudades más pequeñas, pueblos o incluso en entornos rurales. Y al crecer en esos espacios, donde la diversidad sexual y de género casi nunca estaba visibilizada, empezamos a intuir —mucho antes de tener palabras— que mostrar quiénes éramos podía tener consecuencias: el rechazo, la burla, el castigo, la soledad. Por eso muchxs tomaron la decisión, consciente o no, de irse de su lugar de origen. Y entonces nos mudamos a la capital, o a una ciudad más grande, o a otro país. Un lugar donde sí podíamos comenzar a nombrarnos, a explorar, a respirar más libres.

Pero esa libertad —aunque inmensamente valiosa— muchas veces no es completa. Porque seguimos atadxs emocionalmente a ese lugar de origen. Y cuando volvemos, para las fiestas, para un cumpleaños, o simplemente para ver a la familia, se activa una especie de "doble vida". Una versión nuestra más acallada, más contenida y más vigilante. Esa versión que se esconde o que incluso miente para que la abuela no se pregunte por qué no tenemos pareja del sexo opuesto, o para que el papá siga viviendo en la fantasía de que su hijx es hetero-cis. Es agotador. Y tristemente común.

En otrxs casos, también ocurre que en el lugar donde vivimos ya llevamos incluso una relación de años, sin embargo, nuestras familias de origen siguen pensando que estamos solteros. Ahí es cuando tu mamá te pregunta: "me tiene preocupada que estés tan solx, ¿no te gusta nadie actualmente?". A veces incluso te puede hacer la pregunta refiriéndose a ambos géneros ("¿no hay ninguna chica o chico que te guste?"), casi como que ya intuyera que eres LGBTIQ+, pero tiene mucho temor a preguntarte y está esperando a que tú se lo cuentes.

Esta disociación entre el yo que somos en la ciudad y el yo que mostramos con la familia no es casualidad. Es una estrategia de protección, que quizás funcionó durante la adolescencia, pero que hoy —ya siendo adultxs— empieza a pasar factura. Nos divide, nos distancia de nuestra autenticidad. Nos hace sentir fragmentadxs, como si nunca pudiéramos habitar un lugar completo. Y eso duele.

A veces, nos convencemos de que es mejor así. Que no hace falta decir nada porque "no van a entender", "no quiero preocuparlos", "no vale la pena porque están lejos". O incluso usamos una frase que me duele cada vez que la escucho: "es que no es necesario que todo el mundo sepa de mí." Esa frase —tan silenciosamente violenta— suele ser el eco de una homofobia o transfobia internalizada. De la idea, aprendida desde pequeñxs, de que lo que somos no es del todo digno de ser compartido, porque podemos incomodar o herir, y que entonces es preferible adaptar nuestras emociones a la comodidad ajena.

Pero la verdad es que sí importa. Aunque tu familia viva en otra ciudad, aunque los veas poco, aunque no estén en tu día a día, sí pasa la cuenta no poder ser auténticxs. Porque aunque los veas poco, ellos sí son parte de tu historia, de tu biografía emocional. Y cuando hay una parte tuya que no puede mostrarse con ellxs, esa parte queda exiliada. Y a la larga, eso duele, eso te aleja de lxs demás y de ti mismx.

Ojo: aquí no estoy queriendo decir que por contarle a tu familia se van a arreglar todos tus problemas. De hecho, ni siquiera sé si al contarles van a reaccionar de buena manera. Puede ser que te rechacen y esa será una experiencia sumamente dolorosa. Pero incluso con ese panorama, vas a empezar a vivir con mucha mayor claridad: ya no vivirás con la duda de si "te aceptarán o no", sino que ya tendrás certezas. Y vivir con certezas genera mucho más alivio emocional que vivir con la duda, incluso sabiendo que nuestrxs padres no nos quieren por lo que somos.

Por otro lado, muchxs pacientes me han contado cómo este silencio empieza a generar malestar en sus relaciones de pareja: no poder subir fotos juntxs, bloquear en redes sociales a la familia, esconder el afecto, negar vínculos, o mucho más doloroso, sus parejas comienzan a sentir que no ocupan un lugar importante en sus vidas porque ni siquiera han sido reconocidas en la propia familia. En otras ocasiones, el dolor se manifiesta como ansiedad, insomnio, tristeza, o una sensación persistente de no terminar de pertenecer a ningún lado.

Como dije, no se trata de que “tengas” que salir del clóset sí o sí con tu familia. Se trata de que puedas preguntarte qué costo tiene no hacerlo. Qué tan libre te sientes realmente si hay personas importantes en tu vida a quienes les ocultas algo tan esencial como tu identidad o tus afectos. Se trata de que puedas tomar decisiones desde la libertad, y no desde el miedo.

A veces, salir del clóset no es una sola conversación. Es un proceso. Un camino que puede comenzar con pequeños gestos: hablar de una serie que muestra parejas diversas, contar cómo te sientes respecto a algo que viste en las noticias, mencionar a alguien especial con un pronombre neutro y ver la reacción. No todo tiene que ser un gran anuncio, pero sí es importante que no te borres. Que no dejes de existir emocionalmente en esos vínculos.

Un microconsejo que suele ayudar es pensar qué versión tuya le estás regalando a tu familia. ¿La versión que quieren ver, o la que realmente eres? ¿Y cuánto te estás perdiendo de experimentar tú al sostener ese personaje cada vez que vuelves?

Salir del clóset con tu familia, incluso si no vives con ellxs, no es solo para ellxs: es también para ti. Para poder abrazar tu vida completa, con orgullo y sin esconder ninguna parte.

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